Un día, Moisés cuidaba las ovejas de su suegro en el desierto. Allí él vio un fuego en medio de una zarza, o sea un arbusto ardiendo. Pero la zarza no se consumía. Entonces Moisés pensó, “¡Qué asombroso! Voy a ver por qué la zarza no se consume.”
Cuando Dios vio que él se acercaba, Dios lo llamó desde la zarza, “¡Moisés! ¡Moisés!”
“Aquí estoy,” respondió Moisés.
“No te acerques. Quítate las sandalias porque el lugar donde estás parado es santo.” Dios dijo. “Yo soy el Dios de Abraham, de Isaac, y de Jacob. Ciertamente he visto cómo sufre mi pueblo en esclavitud en Egipto. Y he oído su clamor a causa de los egipcios. Ahora ve, pues te enviaré al faraón, el rey de Egipto. Sacarás de Egipto a mi pueblo, los israelitas y los guiarás a una tierra llena de leche y miel.”
Pero Moisés le respondió, “Cuando ellos me pregunten- ¿Cómo se llama este Dios? ¿Qué les voy a decir?”
Y Dios le contestó, “YO SOY EL QUE SOY. Los ancianos te harán caso y tú irás con ellos al faraón. Dile que Dios se nos ha aparecido y que esta pidiendo que todos los Israelitas salgan al desierto tres días de camino para ofrecer sacrificios a él. Sin embargo, Yo sé muy bien que el faraón no los dejará ir sino por la fuerza. Por eso, yo haré muchas maravillas contra Egipto. Después de esto, los dejará ir.”
Pero Moisés le respondió, “¡Ay, Señor! Nunca he sido hombre de palabras, aún el día de hoy, yo hablo lento y no muy bien.”
Entonces Dios se enojó y le dijo, “¿Y tu hermano, Aarón? Él sí habla muy bien. Y, mira, él viene ahora para encontrarte. Yo les enseñaré lo que deben hacer y decir. Habla tú con Aarón y él hablará a la gente.”
Entonces Moisés se fue a Egipto.