Contaré

"Contaré todas tus maravillas."

-Salmo 9:1

El Carcelero de Filipos

Hechos 16:13-40

En el día de reposo fuimos a un río pensando que por allí se reunía la gente para orar.  Encontrábamos algunas mujeres allí y nos sentamos y hablamos con ellas.  Una de ellas se llamaba Lidia.  Ella vendía telas muy finas.  También adoraba a Dios.  Y el Señor la preparó  para recibir el mensaje que Pablo traía.  Fue bautizada, junto con toda su familia.  Después nos invitó a quedarnos en su casa.  Y nos obligó a quedarnos.

Sucedió un día que mientras íbamos al lugar de oración, nos encontramos con una esclava.  Esta muchacha tenía un espíritu de adivinación.  De esa manera, sus dueños ganaban mucho dinero.

Pero la muchacha nos seguía gritando: “Estos hombres son siervos del Dios Altísimo.  Han venido a contarles del camino de salvación.”  

Esto lo hizo por muchos días.  Por fin, Pablo no aguantó más.  Le dijo al espíritu: “En el nombre de Jesucristo, te ordeno que salgas de ella.”  Al instante, el espíritu salió de ella.  Pero cuando los dueños de la muchacha vieron que ya no tenían esperanza de ganar dinero con ella, estaban enojados.  Agarraron a Pablo y a Silas y los llevaron ante las autoridades en la plaza principal.

Dijeron: “Estos judíos están causando problemas para nuestra ciudad.  Enseñan costumbres incorrectas que no podemos practicar porque somos romanos.”  Entonces la gente se levantó contra ellos.  Los jueces mandaron arrancar sus ropas y ordenaron azotarlos con varas. 

Después de golpearlos mucho, los metieron en la cárcel.  Y ordenaron al carcelero vigilaros muy bien.  Por eso el carcelero los metió en el lugar más profundo de la cárcel.  Y los dejó encadenados por los pies.  Pero alrededor de medianoche, Pablo y Silas oraban y cantaban himnos a Dios.  Los otros presos estaban escuchando.

De repente, vino un temblor fuerte.  Sacudió los cimientos de la cárcel.  Y todas las puertas se abrieron y las cadenas de todos los presos se soltaron.  El carcelero se despertó y vio todas las puertas abiertas.  Pensó que los presos se habían escapado.  Y sacó su espada para matarse.  Pero Pablo le gritó: “¡No te mates!  Todos estamos aquí.”  El carcelero pidió una luz, entró corriendo, y temblando de miedo, se echó a los pies de Pablo y de Silas. 

Después de sacarlos de la cárcel el carcelero les preguntó: “Señores, ¿qué debo hacer para salvarme?”  

Respondieron: “Cree en el Señor Jesús, y serás salvo, tú y toda tu familia.”  Y Pablo y Silas compartieron el mensaje del Señor con él y todos de su casa.  Entonces el carcelero les lavó las heridas.  En seguida él y toda su familia fueron bautizados aún de noche.  Luego los llevó a su casa y les dio de comer.  Él estaba muy contento por haber creído en Dios con toda su familia.

Por la mañana, los jueces enviaron unos guardias con orden de soltar a Pablo y a Silas.  El carcelero dijo: “Ya pueden irse tranquilos.  Los jueces me ordenaron soltarles.”  

Pero Pablo dijo a los guardias: “Nosotros somos ciudadanos romanos.  Nos azotaron públicamente sin ningún juicio.  ¿Y ahora quieren soltarnos en secreto?  ¡De ninguna manera!  Que vengan ellos mismos a sacarnos.”

Los jueces tenían mucho miedo al oír que Pablo y Silas eran ciudadanos romanos.  Pues, fueron a disculparse personalmente.  Los sacaron y les rogaron salir de la ciudad.  Pero Pablo y Silas regresaron a la casa de Lidia.  Allí se reunieron con los creyentes una vez más para animarles.  Y luego se fueron de la ciudad.