Dios guió a los Israelitas por el camino del desierto al Mar Rojo. De día, Dios iba delante de ellos en una columna de nube, para guiarlos. Y de noche, Dios iba delante de ellos en una columna de fuego para alumbrarlos. Así pudieron viajar día y noche.
Pero el faraón le siguió a los israelitas con todos sus caballos, sus carros y todo su ejército. Por eso, la gente tuvo mucho miedo y clamaron a Dios. Pero Moisés respondió, “No tengan miedo. Manténganse firmes y fíjense en la salvación que el Señor les dará hoy. Porque después de hoy, nunca más volverán a ver a los egipcios. No se preocupen, el Señor mismo peleará por ustedes mientras ustedes queden tranquilos.”
Entonces el Señor le dijo a Moisés, “Diles a los israelitas que sigan adelante”. Moisés extendió su mano sobre el mar como el Señor dijo, y el Señor partió el mar con un fuerte viento del este que sopló toda la noche. Y todos los israelitas cruzaron en tierra seca, entre dos muros de agua a cada lado. Pero cuando las aguas volvieron a su lugar, las aguas cubrieron todo el ejército, los caballos y carros de faraón. No quedó ni uno de ellos. Al ver el gran poder del Señor, los israelitas tuvieron temor al Señor y creyeron en él. Entonces Moisés y los israelitas cantaron alabanzas al Señor.
Después, Moisés los guió al desierto. Ellos viajaron tres días sin hallar agua. Cuando por fin encontraron agua, no pudieron beberlo porque era amarga. Y la gente empezó a murmurar contra Moisés y reclamaron, “¿Qué vamos a beber?”
Entonces Moisés clamó al Señor, y él le mostró un árbol. Moisés lo echó en el agua y el agua se volvió dulce. Allí el Señor les presentó las siguientes condiciones para probar a ellos. Les dijo, “Si prestas atención a la voz del Señor, y si haces lo que es bueno ante mis ojos, y obedeces mis mandamientos, yo no les enviaré ninguna de las plagas que envié sobre los egipcios. Pues yo soy el Señor, tu sanador.” Luego llegaron a un lugar donde había doce manantiales de agua y setenta palmeras, y allí acamparon un rato.
Después los israelitas viajaron aún más en el desierto. Allí también, todos comenzaron a hablar amargamente contra Moisés y Aarón. Les decían, “Ojalá el Señor nos hubiera hecho morir en Egipto donde tenía bastante carne y pan para comer. Pero han traído todo de nosotros a este desierto para matarnos de hambre.” Entonces el Señor le dijo a Moisés, “Mira, haré llover pan del cielo. La gente deberá salir y recoger cada día solo lo necesario para un día. Quiero probarles para ver si me obedecen o no. Pero el sexto día, ellos deberán recoger el doble para preparar.”
Entonces Moisés y Aarón reunieron a la gente y les dijeron, “Por la tarde sabrán ustedes que el Señor fue quien los sacó de Egipto. Y por la mañana verán la gloria del Señor. Pues el Señor ha oído sus murmuraciones y sus quejas contra él cuando nos critiquen. Pues nosotros sólo somos sus siervos. El Señor les dará carne para comer por la tarde, y pan abundante por la mañana. Así sabrán ustedes que el Señor es tu Dios.
Aquella misma tarde, llegó una gran cantidad de codornices y cubrió el campamento. Por la mañana había una capa de rocío alrededor del campamento. Cuando el rocío había evaporado, quedó sobre el suelo algo muy fino, parecido a la escarcha. Al verlo, se decían unos a otros, “¿Qué es esto?”, porque no sabían qué era. Moisés dijo, “Este es el pan que el Señor les da para comer. El Señor ha mandado que recoja cada uno lo que necesite para comer, según el número de personas en casa, más o menos dos litros por persona.” Y los israelitas recogieron el pan, algunos recogieron más, otros menos. Pero cuando lo midieron, al que había recogido mucho nada le sobró, ni le faltó al que había recogido poco. Cada uno tenía lo que necesitaba.
Luego Moisés dijo, “No dejen nada para mañana.” Sin embargo, algunos no hicieron caso. Pero lo que guardaron estaba podrido, llenó de gusanos y apestaba. Entonces Moisés se enojó con ellos porque no obedecían la palabra de Dios. Por eso en las mañanas, cada uno recogía lo que necesitaba para comer, y luego cuando el sol calentaba, se derretía el sobre.