Bajaron el cuerpo de Jesús de la cruz y lo envolvieron en una sábana fina. Lo pusieron en una tumba nueva, cavada en una peña tapada con una gran piedra.
Los líderes religiosos sellaron la tumba y pusieron guardias armados para asegurar que nadie robara el cuerpo. Era el día viernes cuando Jesús murió y lo enterraron ese mismo día. Descansaron el día sábado.
El domingo, muy temprano, las mujeres fueron a la tumba, llevando los perfumes que habían preparado. Mientras caminaban, se decían, “¿Quién va a quitar la piedra que tapa la entrada de la tumba?”
De pronto hubo un gran terremoto. Un ángel de Dios bajó del cielo y quitó la piedra que cerraba la tumba, y se sentó sobre la piedra. El ángel brillaba como un relámpago, y su ropa era blanca como la nieve. Los soldados de la guardia temblaron de miedo y se quedaron como muertos.
Al llegar a la tumba, las mujeres vieron que la piedra tapando la entrada de la tumba ya no estaba. Entonces entraron, pero no encontraron el cuerpo del Señor Jesús. Las mujeres no sabían que pensar de esto. De repente, dos hombres vestidos de ropa brillante se pararon junto a ellas. Llenas de miedo, las mujeres se inclinaron ante ellos. Pero los ángeles les dijeron, “¿Por qué buscan entre los muertos a él que está vivo? No está aquí. Ha resucitado. Miren el lugar donde pusieron su cuerpo. Recuerden lo que Jesús les dijo antes de su muerte. Él dijo que él tenía que ser entregado en manos de pecadores para ser crucificado y que al tercer día resucitaría.” Entonces ellas se acordaron de sus palabras. “Ahora, vayan y digan a los discípulos y a Pedro que Jesús se va a la región de Galilea. Allí lo verán, tal como les dijo antes de morir.”
Y las mujeres fueron y contaron todo esto a los once discípulos y a todos los demás. Pero a los discípulos les pareció una locura lo que ellas decían, y no las creyeron. Sin embargo, Pedro y otro discípulo se fueron corriendo a la tumba. Cuando miraron adentro, no vieron más que la sábana fina. Entonces volvieron a casa maravillándose de lo que había sucedido.