Había un hombre rico que se vestía con ropa muy lujosa, fina y elegante. Él vivía con mucho lujo. Todos los días hacía fiestas maravillosas. En cambio, había un hombre muy pobre llamado Lázaro, echado a la puerta de aquel rico. Él tenía la piel llena de llagas. Este pobre Lázaro sólo quería comer las sobras que caían de la mesa del hombre rico. Hasta los perros venían y le lamían las llagas.
Por fin, el pobre Lázaro se murió, y los ángeles lo llevaron para estar junto con Abraham. El rico también se murió y fue enterrado.
En el infierno, donde sufría muchísimo, el hombre rico levantó los ojos y vio de lejos a Abraham, y a Lázaro junto a él. Entonces el rico gritó, “¡Padre Abraham, ten lástima de mí! Manda a Lázaro para mojar la punta de su dedo en agua y refrescar mi lengua, porque estoy sufriendo muchísimo en este fuego.” Pero Abraham le respondió, “Acuérdate hijo que en tu vida, recibiste tus bienes, pero Lázaro, por su parte, recibió cosas malas. Ahora él recibe consuelo aquí y tú sufres. Además de esto, hay un gran abismo entre nosotros y ustedes. Nadie que quiera pasar de aquí a ustedes, puede, ni tampoco de allá pueden pasar hacia acá.”
El rico dijo, “Te ruego entonces, padre Abraham. Por favor, manda a Lázaro a la casa de mi padre. Pues tengo cinco hermanos. Yo quiero que él les avise para que no vengan ellos también a este lugar de tormento.” Pero Abraham le contestó, “Ellos ya tienen las palabras de Moisés y los profetas. ¡Que les hagan caso!” El rico contestó, “Padre Abraham, eso no es suficiente. Pero si alguno de los muertos se fuera a ellos, entonces se arrepentirían.” Pero Abraham le dijo, “Si ellos no hacen caso de las palabras de Moisés y los profetas, tampoco le harán caso a un muerto que vuelva a vivir.”