Los apóstoles hacían muchas señales y milagros entre la gente. Todos los creyentes se reunieron en una parte del templo. Pero los demás nunca se atrevían a acercarse, aunque todo el mundo los respetaba. Sin embargo más y más creyentes, tanto hombres como mujeres, se agregaban al grupo.
Y la gente sacaba a los enfermos a las calles en camillas. Ellos tenían la esperanza que al pasar Pedro, su sombra cayera sobre algunos. La gente de los pueblos cercanos traía sus enfermos y gente con espíritus malos. Y todos eran sanados.
Pero el sumo sacerdote y sus compañeros, los saduceos, sintieron mucha envidia. Por eso llevaron presos a los apóstoles. Pero de noche, un ángel del Señor abrió las puertas de la cárcel y los sacó. Les dijo: “Vayan al templo y cuenten a la gente todo este mensaje de vida.” Entonces, al día siguiente al amanecer, entraron el templo de nuevo y de pronto comenzaron a enseñar.
Cuando el sumo sacerdote llegó, se reunió toda la Junta Suprema y mandaron traer los presos. Pero los guardias no podían encontrarlos. Así que regresaron con esta noticia. “La cárcel estaba bien cerrada y los guardias vigilando afuera, ¡pero adentro no encontramos a nadie!” Entonces la gente allí estaba confundida y no sabía que pensar.
En este momento llegó alguien y dijo: “¡Los que ustedes metieron en la cárcel están aquí en el templo enseñando a la gente!” Entonces el jefe de la guardia fue con la guardia a buscarlos. Pero no los maltrataron porque tenían miedo de ser apedreados por la gente.
El sumo sacerdote les dijo: “Ya les habíamos mandado que no hablen más en el nombre de Jesús. Pero todavía han llenado toda Jerusalén con esas enseñanzas. Hasta que ustedes han echado la culpa de la muerte de ese hombre sobre nosotros.”
Pedro y los demás apóstoles respondieron: “Tenemos que obedecer a Dios antes que a los hombres. El Dios de nuestros antepasados resucitó a Jesús a quien ustedes mataron en la cruz. Y Dios lo ha levantado a su derecha, la posición de más importancia. Porque Jesús es el Príncipe y Salvador. Así, los Israelitas pudieran tener la oportunidad de arrepentirse y tener sus pecados perdonados. Nosotros somos testigos de esto. Y el Espíritu Santo, que Dios ha dado a los que le obedecen, también es testigo de esto.”
Cuando oyeron esto, la junta se enojó mucho y quería matarlos. Pero uno de la junta se puso de pie y mandó sacar a los apóstoles. Luego dijo: “Israelitas, tengan cuidado con lo que van a hacer con estos hombres. Recuerden que hace algún tiempo vino un hombre quien se creía muy importante. Unos cuatro cientos hombres le siguieron. Pero cuando lo mataron, sus seguidores huyeron. Allí se acabó todo. Después vino otro hombre. Él logró que algunos lo siguieran, pero también lo mataron. De nuevo sus seguidores huyeron. Por eso yo les aconsejo que dejen en paz a estos hombres. Si lo que están haciendo es cosa de los hombres, va a fallar. Pero si es cosa de Dios, nadie podrá detenerlos al menos que se encuentren luchando contra Dios.” Así que le hicieron caso. Azotaron a los apóstoles y de nuevo les mandaron dejar de hablar en el nombre de Jesús. Después los soltaron.
Los apóstoles salieron muy contentos porque Dios les había dado el honor de sufrir por el nombre de Jesús. Y cada día, así en el templo como de casa en casa, seguían anunciando el mismo mensaje: “Jesús es el Prometido a quien están buscando.”